Gloria
Parecía una mujer encantadora; David la había elegido de entre una veintena de jovencitas con las que se había entrevistado en los últimos meses, luego de que su padre le presionara para contraer nupcias.
Ten piedad de mí, exclamaba el viejo, soy anciano y estoy enfermo; no quiero morir sin conocer nietos. Los miedos más profundos de las personas terminan cumpliéndose con mayor facilidad en el menor tiempo posible. Así, el padre murió en la víspera del compromiso y David, creyendo honrar su memoria, resolvió pedir a la joven en matrimonio.
Los primeros meses en unión son enteramente satisfactorios para los contrayentes, pero conforme pasa el tiempo la oscuridad va emergiendo de las profundidades y nos termina por colocar frente a frente con el monstruo.
Durante mucho tiempo, David intentó tener un hijo con Gloria. Pero ocurría que ella perdía los productos antes del tercer mes de gestación; en todas esas ocasiones, David había estado entregado al trabajo y cuando llegaba a su casa encontraba a su esposa envuelta entre las sábanas ensangrentadas, llorando su desdicha.
Cada ocasión de aborto, Gloria se recluía en su recámara y permanecía encerrada por poco menos de una semana, después de la cual, salía con un semblante resplandeciente, vivo y hermoso, como si no hubiese perdido una sola gota de sangre.
Un día, se presentó una nueva oportunidad para ambos de ser padres. David renunció a su empleo y se entregó por completo al cuidado de su esposa; Gloria trató de convencerlo para que retomase su vida con normalidad, pero él no estaba dispuesto a correr riesgos.
Con David merodeando en la casa los días y las noches, Gloria empezó a impacientarse. Los tres meses de embarazo estaban próximos a cumplirse y era necesario que ella hiciese el ritual que había venido celebrando por generaciones. Así que una noche, mientras David se preparaba para descansar, se incorporó y dijo: tengo un súbito antojo de un helado con trocitos de avellanas. Ella sabía que David no la dejaría poner un pie fuera de la cama y se ofrecería a ir, poniendo fin a la vida de su hijo.
Apenas David salió de la casa, Gloria se recostó en la cama conyugal. Llevó sus delicadas manos a su sexo y empezó por hurgarse las entrañas como si se entregase al placer propio, y después con un gesto de dolor rasgó con sus dedos el fruto de su vientre.
Sus manos ensangrentadas entraban y salían del resquicio del placer para depositar el misterio de la vida entre sus labios. David llegó de imprevisto, porque había olvidado su billetera sobre el pequeño buró, y vio la abominación que Gloria perpetraba.
—¿Has sido tú todo el tiempo? —dijo saliendo de su asombro—. Dime, ¿por qué me has hecho sufrir de esta manera?
—Era necesario; no tenía opción. Eran tus hijos o yo. Hace mucho tiempo, fui sacerdotisa del templo de Ishtar. Me entregué a los misterios de la diosa y alcancé de ella la inmortalidad; pero debo tomar la vida de otros seres para perpetrar la mía. Sin embargo, no queriendo lastimar a nadie, pedí a la diosa que me permitiese vivir de mis propios frutos. Ahora que lo sabes, no tiene caso que me quede a tu lado.
David se arrojó furioso sobre ella y de súbito vio horrorizado su transformación; grandes colmillos emergieron de su boca y se clavaron en su cuello.
Todo pasó tan rápido que apenas consiguió verla alejarse antes de que su alma cayera en las penumbras.