*Mención honorífica en el II Concurso de Cuento Corto de Terror convocado por Café La Fauna y Lengua del Diablo Editorial.
Había escuchado antes lo de Carrie, y el asesinato de todos esos niños en Chamberlain. Pero esas historias le parecían una patraña, un pobre artificio que habría conseguido para su creador una de las ventas más grandes de la historia.
Por eso no notó las señales previas cuando al molestarse por la pila baja de sus audífonos el autobús en el que viajaba se detuvo en seco por una falla en el motor. Tuvieron que descender a los pasajeros y trasladarlos a un nuevo vehículo.
Se hacía tarde y la segunda falla mecánica de ese día solo le pareció una curiosa coincidencia, una maldita broma del destino. Pero todo lo había hecho él sin darse cuenta, con la energía que manaba de su interior.
Los meses anteriores fueron decisivos para que esa furia contenida tuviera lugar aquella fresca mañana de septiembre. Odiaba su trabajo y la depresión en la que había caído felizmente lo había llevado a atravesar el límite de su naturaleza humana.
Lo inconcebible había comenzado a gestarse en su interior. Él lo pudo percibir; se sentía diferente, se escuchaba distinto, e incluso algo en su aspecto daba una impresión de novedad.
Esa sensación de extrañeza la atribuyó totalmente al consumo de los antidepresivos y a la posterior exposición al contagio. Lo cierto era que ese poder prohibido por los antiguos había permanecido dormido en su interior desde el principio.
En varias ocasiones se había imaginado a sí mismo apuntando directamente a las sienes del conductor en las extenuantes horas en las que el tránsito vehicular es un desafío para el espíritu humano, vulnerable a la perversidad.
Se entregaba a esas divagaciones sobre lo abominable y todos esos pensamientos paradójicamente le devolvían una extraña sensación de paz frente a la ilusoria contemplación de la sangre derramada de los inocentes, medio eficaz para la expiación.
A pesar de haber pagado taxi, aquella mañana llegó tarde al colegio. Los senderos del destino son caprichosos e insospechados; él sabía que no debía ir al salón por la demora, pero su sentido de la responsabilidad le hizo encaminarse.
Saludó al entrar y recibió una lluvia de comentarios soeces y burlas que desgarraban su espíritu con una violencia que no merecía, ¡buenas noches, hijo de tu puta madre!, ¡a ver a qué hora!, ¡ya te cargó la chingada, pendejo!, ¡lo voy a reportar!, decían algunos.
Otros más, avivaban la llama de lo inmisericorde, ¡mejor no llego!, ¿se le pegaron las sábanas, profe?, ¡ay, viejo cochino!, ¡ya vámonos!, ¡viejo ridículo!, ¡qué clase más aburrida!, ¡viejo marica!, ¡viejo menso!, ¡… zorro!, ¡… libidinoso!, ¡… puerco!
El mes pasado, los agresores se habían reunido en torno a la dirección para denunciar, aprovechándose de su torpeza y falta de carácter. El señor Garcés nos toca, sentenció uno de los varones.
Es un misógino y nos violenta, protestó otra. Uno y otro iban tejiendo una red de pequeñas mentiras que tuvo como consecuencia una sanción administrativa en contra de Garcés.
Esta situación debe parar, por el bien de todos; los padres están comenzando a reclamar y es mi deber atender esas quejas, dijo el director mientras tecleaba el documento acusatorio.
Todo el desprecio descendía al corazón, y se iba acumulando en una sensación cálida que le inflamaba el pecho. Era la furia contenida que crecía en su interior y estaba a punto de desbordarse y entregarse al mundo para redimir los pecados de los hombres.
Se dejó caer sobre sus rodillas, de espaldas al grupo. Extendió sus brazos al cielo, elevando los ojos llenos de compasión. Un silencio de muerte cruzó las conciencias de los espectadores que vieron desaparecer el mundo bajo la explosión de sus cráneos.
Una energía poderosa manó desde las profundidades del pensamiento. ¡Destrúyelos, Señor!, murmuró Garcés en el resquicio del silencio, y el universo se contrajo en la mente de todos los presentes.
Súbitamente todos los cuerpos fueron cayendo, y en su descenso tiñeron de sangre las paredes, bañando por completo el cuerpo de Garcés. Se bautizó en esa redención apócrifa y salió a recorrer el mundo como por primera vez.
Vio a los árboles siendo alimentados por aquel líquido escarlata que corría en hilos caprichosos hasta formar arroyos que fluían de los interiores de todas las construcciones pulverizadas e iban a dar a las avenidas, y formaban charcos en derredor de las cloacas.
El mundo había perecido bajo el arrebato del furor. Se sintió complacido de ver su creación terminada. Caminó a casa dichoso; no le importó recorrer treinta y dos kilómetros a pie. Al llegar se bañó, se sirvió un vaso de leche y encendió el televisor.
No había señal.
Poco importó.