Solanina
Ninguno de ellos había matado a nadie antes. Pero la paga era buena, y las necesidades, bastas. Por eso, cocinaron una poción de pequeñas plantas mágicas. Apenas las arrancaron de la tierra, emitieron horribles gritos agudos que perturbaron la mente de quienes habían escuchado a esos duendes verdosos y pálidos que habitaban en el vientre de la tierra. Sin embargo, era necesario que corrieran el riesgo de la locura, si querían obtener el valor para poder matar a aquellos inocentes que habían sido secuestrados la semana pasada.
Al hundir la hoja del cuchillo en sus gargantas, emitieron un pequeño chillido como si el sonido, interceptado por la mordaza que llevaban en la boca, saliera finalmente por aquella hendidura de la que brotaba un afluente estridente de sangre. El cuartito de ejecuciones se cubrió con aquel néctar prohibido que imprecaba maldiciones. Sobre los charcos espesos, se formaban burbujas que al explotar liberaban el sufrimiento de los decapitados, señalando a los culpables.
Aquel manchón blasfemo avanzaba lentamente hacia ellos; el pánico se apoderó de aquel lugar profano, haciéndolos confrontarse entre ellos. Como unos posesos, daban alaridos demenciales, y presos del horror y la culpa se clavaron las dagas asesinas los unos a los otros, terminando así con su desventurada labor.
El parte policial informó que además de las víctimas degolladas se encontraron los seis cuerpos heridos por las armas punzocortantes. El documento establecía el desconocimiento de las causas que llevaron a dicho enfrentamiento.
El forense determinó la presencia de solanina en la sangre, una sustancia alucinógena, poco usual pero conocida por la brujería tradicional medieval.
Entonces, ¿sucumbieron los verdugos a la culpa o al poder oculto de la mandrágora?